dilluns, de juliol 23, 2007

Cuento Kantiano para Ferko

Érase una vez dos buenos amigos kantianos que todos los días jugaban a ajedrez.
Que nadie recordara sus partidas habían durado nunca ni más ni menos de cuarenta movimientos, ni habían acabado jamás en un resultado que no fuera tablas.
Espoleado por la curiosidad, un joven alumno suyo aristotélico decidió anotar las partidas para analizarlas, y tratar de comprender así esa notable extravagancia.
Pronto se percató, no sin una cierta sorpresa, mezclada con un ápice de decepción, que los dos maestros se limitaban a repetir, una y otra vez, una misma partida, en un ritual de idéntica apertura, igual medio juego, exacto final.
Sin importar qué jugador tomara las negras o las blancas (lugar que decidían por sorteo al inicio de cada juego), los movimientos de las albas y las respuestas de las nocturnas se sucedían siguiendo el patrón ineludible anotado ya en tantas ocasiones.

Extrañado por tal comportamiento, y sin haber logrado encontrar ninguna explicación racional para el mismo, el joven se atrevió a dirigirse a los viejos contrincantes, anhelando comprensión.

Ellos, los dos, le miraron como se mira a un niño que pregunta porqué el fuego quema, o porqué el agua moja.
No hay otra partida posible, le dijeron. Ésta es la única y necesaria. La inapelable y perfecta sinfonía que nace de aplicar, en cada jugada, en cada posición, en cada momento, el imperativo categórico kantiano.